Edad media.
El periodo de la historia europea que transcurrio desde la desintegración del imperio romano de occidente en el siglo v hasta el siglo xv, cuando se produjo la caida de Constantinopla.
La edad media se divide en la aparicion de los reinos germanicos, la alta edad media y la baja edad media.
Alta edad media:
mediados del siglo XI Europa se encontraba en un periodo de evolución desconocido hasta ese momento. La época de las grandes invasiones había llegado a su fin y el continente europeo experimentaba el crecimiento dinámico de una población ya asentada. Renacieron la vida urbana y el comercio regular a gran escala y se desarrolló una sociedad y cultura que fueron complejas
Baja edad media:
La inseguridad fue una de las claves que motivó la aparición del sistema feudal. Pero las causas de la inseguridad (invasiones y debilitamiento del poder real) comienzan a superarse en el siglo XI.
Con todo, en Europa se gozará de una mayor estabilidad que proporcionará el terreno necesario para la mejora de la economía, La economía va cambiando a lo largo de la Baja Edad Media. Actividades como las artesanales o el comercio
El inicio de la Edad Media
Aunque se han propuesto varias fechas para el inicio de la Edad Media, de las cuales la más extendida es la del año 476, lo cierto es que no podemos ubicar el inicio de una manera tan exacta ya que la Edad Media no nace, sino que "se hace" a consecuencia de todo un largo y lento proceso que se extiende por espacio de cinco siglos y que provoca cambios enormes a todos los niveles de una forma muy profunda que incluso repercutirán hasta nuestros días. Podemos considerar que ese proceso empieza con la crisis del siglo III, vinculada a los problemas de reproducción inherentes al modo de producción esclavista, que necesitaba una expansión imperial continua que ya no se producía tras la fijación del limes romano. Posiblemente también confluyeran factores climáticos para la sucesión de malas cosechas y epidemias; y de un modo mucho más evidente las primeras invasiones germánicas y sublevaciones campesinas (bagaudas), en un periodo en que se suceden muchos breves y trágicos mandatos imperiales. Desde Caracalla la ciudadanía romana estaba extendida a todos los hombres libres del Imperio, muestra de que tal condición, antes tan codiciada, había dejado de ser atractiva. El Bajo Imperio adquiere un aspecto cada vez más medieval desde principios del siglo IV con las reformas de Diocleciano: difuminación de las diferencias entre los esclavos, cada vez más escasos, y los colonos, campesinos libres, pero sujetos a condiciones cada vez mayores de servidumbre, que pierden la libertad de cambiar de domicilio, teniendo que trabajar siempre la misma tierra; herencia obligatoria de cargos públicos -antes disputados en reñidas elecciones- y oficios artesanales, sometidos a colegiación -precedente de los gremios-, todo para evitar la evasión fiscal y la despoblación de las ciudades, cuyo papel de centro de consumo y de comercio y de articulación de las zonas rurales cada vez es menos importante. Al menos, las reformas consiguen mantener el edificio institucional romano, aunque no sin intensificar la ruralización y aristocratización (pasos claros hacia el feudalismo), sobre todo en Occidente, que queda desvinculado de Oriente con la partición del Imperio. Otro cambio decisivo fue la implantación del cristianismo como nueva religión oficial por el Edicto de Tesalónica de Teodosio I el Grande (380) precedido por el Edicto de Milán (313) con el que Constantino I el Grande recompensó a los hasta entonces subversivos por su providencialista ayuda en la Batalla del Puente Milvio (312), junto con otras presuntas cesiones más temporales cuya fraudulenta reclamación (Pseudo-donación de Constantino) fue una constante de los Estados Pontificios durante toda la Edad Media, incluso tras la evidencia de su refutación por el humanista Lorenzo Valla (1440).
Ningún evento concreto -a pesar de la abundancia y concatenación de hechos catastróficos- determinó por sí mismo el fin de la Edad Antigua y el inicio de la Edad Media: ni los sucesivos saqueos de Roma (por los godos de Alarico I en el 410, por los vándalos en el 455, por las propias tropas imperiales de Ricimero en 472, por los ostrogodos en 546), ni la pavorosa irrupción de los hunos de Atila (450-452, con la Batalla de los Campos Cataláunicos y la extraña entrevista con el papa León I el Magno), ni el derrocamiento de Rómulo Augústulo (último emperador romano de Occidente, por Odoacro el jefe de los hérulos -476-); fueron sucesos que sus contemporáneos consideraran iniciadores de una nueva época. La culminación a finales del siglo V de una serie de procesos de larga duración, entre ellos la grave dislocación económica, las invasiones y el asentamiento de los pueblos germanos en el Imperio romano, hizo cambiar la faz de Europa. Durante los siguientes 300 años, la Europa Occidental mantuvo un período de unidad cultural, inusual para este continente, instalada sobre la compleja y elaborada cultura del Imperio romano, que nunca llegó a perderse por completo, y el asentamiento del cristianismo. Nunca llegó a olvidarse la herencia clásica grecorromana, y la lengua latina, sometida a transformación (latín medieval), continuó siendo la lengua de cultura en toda Europa occidental, incluso más allá de la Edad Media. El derecho romano y múltiples instituciones continuaron vivas, adaptándose de uno u otro modo. Lo que se operó durante ese amplio periodo de transición (que puede darse por culminado para el año 800, con la coronación de Carlomagno) fue una suerte de fusión con las aportaciones de otras civilizaciones y formaciones sociales, en especial la germánica y la religión cristiana. En los siglos siguientes, aún en la Alta Edad Media, serán otras aportaciones las que se añadan, destacadamente el Islam.
División del Imperio romano, año 395.
Reinos germánicos e Imperio bizantino hacia 526.
Arquitectura góticaCatedral de Nuestra Señora de París
Arquitectura romanica:
Basílica de San Isidoro de León.
Arquitectura bizantina:
iglesia de Santa Sofía
Las transformaciones del mundo romano
El Imperio romano había pasado por invasiones externas y guerras civiles terribles en el pasado, pero a finales del siglo IV, aparentemente, la situación estaba bajo control. Hacía escaso tiempo que Teodosio había logrado nuevamente unificar bajo un solo centro ambas mitades del Imperio (392) y establecido una nueva religión de Estado, el Cristianismo niceno (Edicto de Tesalónica -380), con la consiguiente persecución de los tradicionales cultos paganos y las heterodoxias cristianas. El clero cristiano, convertido en una jerarquía de poder, justificaba ideológicamente a un Imperium Romanum Christianum y a la dinastía Teodosiana como había comenzado a hacer ya con la Constantiniana desde el Edicto de Milán (313).
Se habían encauzado los afanes de protagonismo político de los más ricos e influyentes senadores romanos y de las provincias occidentales. Además, la dinastía había sabido encauzar acuerdos con la poderosa aristocracia militar, en la que se enrolaban nobles germanos que acudían al servicio del Imperio al frente de soldados unidos por lazos de fidelidad hacia ellos. Al morir en 395, Teodosio confió el gobierno de Occidente y la protección de su joven heredero Honorio al general Estilicón, primogénito de un noble oficial vándalo que había contraído matrimonio con Flavia Serena, sobrina del propio Teodosio. Sin embargo, cuando en el 455 murió asesinado Valentiniano III, nieto de Teodosio, una buena parte de los descendientes de aquellos nobles occidentales (nobilissimus, clarissimus) que tanto habían confiado en los destinos del Imperio parecieron ya desconfiar del mismo, sobre todo cuando en el curso de dos decenios se habían podido dar cuenta de que el gobierno imperial recluido en Rávena era cada vez más presa de los exclusivos intereses e intrigas de un pequeño grupo de altos oficiales del ejército itálico. Muchos de éstos eran de origen germánico y cada vez confiaban más en las fuerzas de sus séquitos armados de soldados convencionales y en los pactos y alianzas familiares que pudieran tener con otros jefes germánicos instalados en suelo imperial junto con sus propios pueblos, que desarrollaban cada vez más una política autónoma. La necesidad de acomodarse a la nueva situación quedó evidenciada con el destino de Gala Placidia, princesa imperial rehén de los propios saqueadores de Roma (el visigodo Alarico I y su primo Ataúlfo, con quien finalmente se casó); o con el de Honoria, hija de la anterior (en segundas nupcias con el emperador Constancio III) que optó por ofrecerse como esposa al propio Atila enfrentándose a su propio hermano Valentiniano.
Necesitados de mantener una posición de predominio social y económico en sus regiones de origen, reducidos sus patrimonios fundiarios a dimensiones provinciales, y ambicionando un protagonismo político propio de su linaje y de su cultura, los honestiores (los más honestos u honrados, los que tienen honor), representantes de las aristocracias tardorromanas occidentales habrían acabado por aceptar las ventajas de admitir la legitimidad del gobierno de dichos reyes germánicos, ya muy romanizados, asentados en sus provincias. Al fin y al cabo, éstos, al frente de sus soldados, podían ofrecerles bastante mayor seguridad que el ejército de los emperadores de Rávena. Además, el avituallamiento de dichas tropas resultaba bastante menos gravoso que el de las imperiales, por basarse en buena medida en séquitos armados dependientes de la nobleza germánica y alimentados con cargo al patrimonio fundiario provincial de la que ésta ya hacía tiempo se había apropiado. Menos gravoso tanto para los aristócratas provinciales como también para los grupos de humiliores (los más humildes, los rebajados en tierra -humus-) que se agrupaban jerárquicamente en torno a dichos aristócratas, y que, en definitiva, eran los que habían venido soportando el máximo peso de la dura fiscalidad tardorromana. Las nuevas monarquías, más débiles y descentralizadas que el viejo poder imperial, estaban también más dispuestas a compartir el poder con las aristocracias provinciales, máxime cuando el poder de estos monarcas estaba muy limitado en el seno mismo de sus gentes por una nobleza basada en sus séquitos armados, desde su no muy lejano origen en las asambleas de guerreros libres, de los que no dejaban de ser primun inter pares.
Pero esta metamorfosis del Occidente romano en romano-germano, no había sido consecuencia de una inevitabilidad claramente evidenciada desde un principio; por el contrario, el camino había sido duro, zigzagueante, con ensayos de otras soluciones, y con momentos en que parecía que todo podía volver a ser como antes. Así ocurrió durante todo el siglo V, y en algunas regiones también en el siglo VI como consecuencia, entre otras cosas, de la llamada Recuperatio Imperii o Reconquista de Justiniano.
Los distintos reinos
Las invasiones bárbaras desde el siglo III habían demostrado la permeabilidad del limes romano en Europa, fijado en el Rin y el Danubio. La división del Imperio en Oriente y Occidente, y la mayor fortaleza del imperio oriental o bizantino, determinó que fuera únicamente en la mitad occidental donde se produjo el asentamiento de estos pueblos y su institucionalización política como reinos.
Fueron los visigodos, primero como Reino de Tolosa y luego como Reino de Toledo, los primeros en efectuar esa institucionalización, valiéndose de su condición de federados, con la obtención de un foedus con el Imperio, que les encargó la pacificación de las provincias de Galia e Hispania, cuyo control estaba perdido en la práctica tras las invasiones del 410 por suevos, vándalos y alanos. De éstos, sólo los suevos lograron el asentamiento definitivo en una zona: el Reino de Braga, mientras que los vándalos se establecieron en el norte de África y las islas del Mediterráneo Occidental, pero fueron al siglo siguiente eliminados por los bizantinos durante la gran expansión territorial de Justiniano I (campañas de los generales Belisario, del 533 al 544, y Narsés, hasta el 554). Simultáneamente los ostrogodos consiguieron instalarse en Italia expulsando a los hérulos, que habían expulsado a su vez de Roma al último emperador de Occidente. El Reino Ostrogodo desapareció también frente a la presión bizantina de Justiniano I.
Un segundo grupo de pueblos germánicos se instala en Europa Occidental en el siglo VI, de entre los que destaca el Reino franco de Clodoveo y sus sucesores merovingios, que desplaza a los visigodos de las Galias, forzándolos a trasladar su capital de Tolosa (Toulouse) a Toledo. También derrotaron a burgundios y alamanes, absorbiendo sus reinos. Algo más tarde los lombardos se establecen en Italia (568-9), pero serán derrotados a finales del siglo VIII por los mismos francos, que reinstaurarán el Imperio con Carlomagno (año 800).
En Gran Bretaña se instalarán los anglos, sajones y jutos, que crearán una serie de reinos rivales que serán unificados por los daneses (un pueblo nórdico) en lo que terminará por ser el reino de Inglaterra.
Las instituciones
La monarquía germánica era en origen una institución estrictamente temporal, vinculada estrechamente al prestigio personal del rey, que no pasaba de ser un primus inter pares (primero entre iguales), que la asamblea de guerreros libres elegía (monarquía electiva), normalmente para una expedición militar concreta o para una misión específica. Las migraciones a que se vieron sometidos los pueblos germánicos desde el siglo III hasta el siglo V (encajonados entre la presión de los hunos al este y la resistencia del limes romano al sur y oeste) fue fortaleciendo la figura del rey, al tiempo que se entraba en contacto cada vez mayor con las instituciones políticas romanas, que acostumbraban a la idea de un poder político mucho más centralizado y concentrado en la persona del Emperador romano. La monarquía se vinculó a las personas de los reyes de forma vitalicia, y la tendencia era a hacerse monarquía hereditaria, dado que los reyes (al igual que habían hecho los emperadores romanos) procuraban asegurarse la elección de su sucesor, la mayor parte de las veces aún en vida y asociándolos al trono. El que el candidato fuera el primogénito varón no era una necesidad, pero se terminó imponiendo como una consecuencia obvia, lo que también era imitado por las demás familias de guerreros, enriquecidos por la posesión de tierras y convertidos en linajes nobiliarios que se emparentaban con la antigua nobleza romana, en un proceso que puede denominarse feudalización. Con el tiempo, la monarquía se patrimonializó, permitiendo incluso la división del reino entre los hijos del rey.
El respeto a la figura del rey se reforzó mediante la sacralización de su toma de posesión (unción con los sagrados óleos por parte de las autoridades religiosas y uso de elementos distintivos como orbe, cetro y corona, en el transcurso de una elaborada ceremonia: la coronación) y la adición de funciones religiosas (presidencia de concilios nacionales, como los Concilios de Toledo) y taumatúrgicas (toque real de los reyes de Francia para la cura de la escrófula). El problema se suscitaba cuando llegaba el momento de justificar la deposición de un rey y su sustitución por otro que no fuera su sucesor natural. Los últimos merovingios no gobernaban por sí mismos, sino mediante los cargos de su corte, entre los que destacaba el mayordomo de palacio. Únicamente tras la victoria contra los invasores musulmanes en la batalla de Poitiers el mayordomo Carlos Martel se vio justificado para argumentar que la legitimidad de ejercicio le daba méritos suficientes para fundar él mismo su propia dinastía: la carolingia. En otras ocasiones se recurría a soluciones más imaginativas (como forzar la tonsura -corte eclesiástico del pelo- del rey visigodo Wamba (rey) para incapacitarle).
Los problemas de convivencia entre las minorías germanas y las mayorías locales (hispano-romanas, galo-romanas, etc.) fueron solucionados con más eficacia por los reinos con más proyección en el tiempo (visigodos y francos) a través de la fusión, permitiendo los matrimonios mixtos, unificando la legislación y realizando la conversión al catolicismo frente a la religión originaria, que en muchos casos ya no era el paganismo tradicional germánico, sino el cristianismo arriano adquirido en su paso por el Imperio Oriental.
Algunas características propias de las instituciones germanas se conservaron: una de ellas el predominio del derecho consuetudinario sobre el derecho escrito propio del Derecho romano. No obstante los reinos germánicos realizaron algunas codificaciones legislativas, con mayor o menor influencia del derecho romano o de las tradiciones germánicas, redactadas en latín a partir del siglo V (leyes teodoricianas, edicto de Teodorico, Código de Eurico, Breviario de Alarico). El primer código escrito en lengua germánica fue el del rey Ethelberto de Kent, el primero de los anglosajones en convertirse al cristianismo (comienzos del siglo VI). El visigótico Liber Iudicorum (Recesvinto, 654) y la franca Ley Sálica (Clodoveo, 507-511) mantuvieron una vigencia muy prolongada por su consideración como fuentes del derecho en las monarquías medievales y del Antiguo Régimen.
La cristiandad latina y los bárbaros
La expansión del cristianismo entre los bárbaros, el asentamiento de la autoridad episcopal en las ciudades y del monacato en los ámbitos rurales (sobre todo desde la regla de San Benito de Nursia -monasterio de Montecassino, 529-), constituyeron una poderosa fuerza fusionadora de culturas y ayudó a asegurar que muchos rasgos de la civilización clásica, como el derecho romano y el latín, pervivieran en la mitad occidental del Imperio, e incluso se expandiera por Europa Central y septentrional. Los francos se convirtieron al catolicismo durante el reinado de Clodoveo I (496 ó 499) y, a partir de entonces, expandieron el cristianismo entre los germanos del otro lado del Rin. Los suevos, que se habían hecho cristianos arrianos con Remismundo (459-469), se convirtieron al catolicismo con Teodomiro (559-570) por las predicaciones de San Martín de Dumio. En ese proceso se habían adelantado a los propios visigodos, que habían sido cristianizados previamente en Oriente en la versión arriana (en el siglo IV), y mantuvieron durante siglo y medio la diferencia religiosa con los católicos hispano-romanos incluso con luchas internas dentro de la clase dominante goda, como demostró la rebelión y muerte de San Hermenegildo (581-585), hijo del rey Leovigildo). La conversión al catolicismo de Recaredo (589) marcó el comienzo de la fusión de ambas sociedades, y de la protección regia al clero católico, visualizada en los Concilios de Toledo (presididos por el propio rey). Los años siguientes vieron un verdadero renacimiento visigodo con figuras de la influencia de san Isidoro de Sevilla (y sus hermanos Leandro, Fulgencio y Florentina, los cuatro santos de Cartagena), Braulio de Zaragoza o Ildefonso de Toledo, de gran repercusión en el resto de Europa y en los futuros reinos cristianos de la Reconquista (véase cristianismo en España, monasterio en España, monasterio hispano y liturgia hispánica). Los ostrogodos, en cambio, no dispusieron de tiempo suficiente para realizar la misma evolución en Italia. No obstante, del grado de convivencia con el papado y los intelectuales católicos fue muestra que los reyes ostrogodos los elevaban a los cargos de mayor confianza (Boecio y Casiodoro, ambos magister officiorum con Teodorico el Grande), aunque también de lo vulnerable de su situación (ejecutado el primero -523- y apartado por los bizantinos el segundo -538-). Sus sucesores en el dominio de Italia, los también arrianos lombardos, tampoco llegaron a experimentar la integración con la población católica sometida, y su divisiones internas hicieron que la conversión al catolicismo del rey Agilulfo (603) no llegara a tener mayores consecuencias.
El cristianismo fue llevado a Irlanda por San Patricio a principios del siglo V, y desde allí se extendió a Escocia, desde donde un siglo más tarde regresó por la zona norte a una Inglaterra abandonada por los cristianos britones a los paganos pictos y escotos (procedentes del norte de Gran Bretaña) y a los también paganos germanos procedentes del continente (anglos, sajones y jutos). A finales del siglo VI, con el Papa Gregorio Magno, también Roma envió misioneros a Inglaterra desde el sur, con lo que se consiguió que en el transcurso de un siglo Inglaterra volviera a ser cristiana.
A su vez, los britones habían iniciado una emigración por vía marítima hacia la península de Bretaña, llegando incluso hasta lugares tan lejanos como la costa cantábrica entre Galicia y Asturias, donde fundaron la diócesis de Britonia. Esta tradición cristiana se distinguía por el uso de la tonsura céltica o escocesa, que rapaba la parte frontal del pelo en vez de la coronilla.
La supervivencia en Irlanda de una comunidad cristiana aislada de Europa por la barrera pagana de los anglosajones, provocó una evolución diferente al cristianismo continental, lo que se ha denominado cristianismo celta. Conservaron mucho de la antigua tradición latina, que estuvieron en condiciones de compartir con Europa continental apenas la oleada invasora se hubo calmado temporalmente. Tras su extensión a Inglaterra en el siglo VI, los irlandeses fundaron en el siglo VII monasterios en Francia, en Suiza (Saint Gall), e incluso en Italia, destacándose particularmente los nombres de Columba y Columbano. Las Islas Británicas fueron durante unos tres siglos el vivero de importantes nombres para la cultura: el historiador Beda el Venerable, el misionero Bonifacio de Alemania, el educador Alcuino de York, o el teólogo Juan Escoto Erígena, entre otros. Tal influencia llega hasta la atribución de leyendas como la de Santa Úrsula y las Once Mil Vírgenes, bretona que habría efectuado un extraordinario viaje entre Britania y Roma para acabar martirizada en Colonia.
Otras cristianizaciones medievales
Por su parte, la extensión del cristianismo entre los búlgaros y la mayor parte de los pueblos eslavos (serbios, moravos y los pueblos de Crimea y estepas ucranianas y rusas -Vladimiro I de Kiev, año 988-) fue muy posterior, y a cargo del Imperio bizantino, con lo que se hizo con el credo ortodoxo (predicaciones de Cirilo y Metodio, siglo IX); mientras que la evangelización de otros pueblos de Europa Oriental (el resto de los eslavos -polacos, eslovenos y croatas-, bálticos y húngaros -San Esteban I de Hungría, hacia el año 1000-) y de los pueblos nórdicos (vikingos escandinavos) se hizo por el cristianismo latino partiendo de Europa Central, en un periodo todavía más tardío (hasta los siglos XI y XII); permitiendo (especialmente la conversión de Hungría) las primeras peregrinaciones por vía terrestre a Tierra Santa.
Los jázaros, un caso peculiar
Los jázaros eran un pueblo turco procedente del Asia central (donde se había formado desde el siglo VI el imperio de los Köktürks) que en su parte occidental había dado origen a un importante estado que dominaba el Cáucaso y las estepas rusas y ucranianas hasta Crimea en el siglo VII. Su clase dirigente se convirtió mayoritariamente al judaísmo, peculiaridad religiosa que le convertía en un vecino excepcional entre el Califato islámico de Damasco y el Imperio cristiano de BizancioEl Imperio bizantino (siglos IV al XV)
Corte del emperador bizantino Justiniano I, mosaico de San Vital de Rávena.
Artículo principal: Imperio bizantino
La división entre Oriente y Occidente fue, además de una estrategia política (inicialmente de Diocleciano -286- y hecha definitiva con Teodosio -395-), un reconocimiento de la diferencia esencial entre ambas mitades del Imperio. Oriente, en sí mismo muy diverso (Tracia -Península Balcánica-, Asia -Anatolia, Cáucaso, Siria, Palestina y la frontera mesopotámica con los persas- y Egipto), era la parte más urbanizada y con economía más dinámica y comercial, frente a un Occidente en vías de feudalización, ruralizado, con una vida urbana en decadencia, mano de obra esclava cada vez más escasa y la aristocracia cada vez más ajena a las estructuras del poder imperial y recluida en sus lujosas villae autosuficientes, cultivadas por colonos en régimen similar a la servidumbre. La lingua franca en Oriente era el griego, frente al latín de Occidente. En la implantación de la jerarquía cristiana, Oriente disponía de todos los patriarcados de la Pentarquía menos el de Roma (Alejandría, Antioquía y Constantinopla, a los que se añadió Jerusalén tras el concilio de Calcedonia de 451); incluso la primacía romana (sede pontificia o cátedra de San Pedro) era un hecho discutido.
Mosaico bizantino con el tema de la Theotokos (María como Madre de Dios). Los nimbos representan la santidad (el del Niño Jesús, cruciforme, la divinidad y el sacrificio de la Cruz). El fondo dorado representa la eternidad celeste, además de cumplir con el horror vacui propio del estilo. Todos sus rasgos: el cromatismo, la frontalidad y la linealidad (bordes nítidos, marcado de los pliegues), además de influir grandemente en el románico de Europa Occidental, se reprodujeron y continuaron, estereotipados, en los iconos religiosos de épocas posteriores en toda Europa Oriental.
La supervivencia de Roma en Oriente no dependía de la suerte de Occidente, mientras que lo contrario sí: de hecho, los emperadores orientales optaron por sacrificar la ciudad de Rómulo y Remo -que ya ni siquiera era la capital occidental- cuando lo consideraron conveniente, abandonándola a su suerte o incluso desplazando hacia ella a los bárbaros más agresivos, lo que precipitó su caída.
La restauración imperial de Justiniano
Justiniano I consolidó la frontera del Danubio y, desde 532 logró un equilibrio en la frontera con la Persia sasánida, lo que le permitió desplazar los esfuerzos bizantinos hacia el Mediterráneo, reconstruyendo la unidad del Mare Nostrum: En 533, una expedición del general Belisario aniquila a los vándalos (batalla de Ad Decimum y batalla de Tricamarum) incorporando la provincia de África y las islas del Mediterráneo Occidental (Cerdeña, Córcega y las Baleares). En 535 Mundus ocupó Dalmacia y Belisario Sicilia. Narsés elimina a los ostrogodos de Italia en 554-555. Rávena volvió a ser una ciudad imperial, donde se conservarán los fastuosos mosaicos de San Vital. Liberio sólo consiguió desplazar a los visigodos de la costa sureste de la Península Ibérica y de la provincia Bética.
En Constantinopla se iniciaron dos programas ambiciosos y de prestigio con el fin de asentar la autoridad imperial: uno de recopilación legislativa: el Digesto, dirigido por Triboniano (publicado en 533), y otro constructivo: la Iglesia de Santa Sofía, de los arquitectos Antemio de Tralles e Isidoro de Mileto (levantada entre el 532 y el 537). Un símbolo de la civilización clásica fue clausurado: la Academia de Atenas (529). Otro, las carreras de cuadrigas siguieron siendo una diversión popular que levantaba pasiones. De hecho, eran utilizadas políticamente, expresando el color de cada equipo divergencias religiosas (un precoz ejemplo de movilizaciones populares utilizando colores políticos). La revuelta de Niká (534) estuvo a punto de provocar la huida del emperador, que evitó la emperatriz Teodora con su famosa frase la púrpura es un glorioso sudario.
Crisis, supervivencia y helenización del Imperio
Psalterio Chludov, uno de los tres únicos manuscritos ilustrados iconódulos que sobrevivieron al siglo IX. Esta página ilustra un pasaje evangélico en que un soldado ofrece a Cristo vinagre en una esponja atada a una lanza. En el plano inferior se caricaturiza al último Patriarca de Constantinopla iconoclasta, Juan el Gramático, borrando un icono de Cristo con una esponja similar.
Los siglos VII y VIII representaron para Bizancio una edad oscura similar a la de occidente, que incluyó también una fuerte ruralización y feudalización en lo social y económico y una pérdida de prestigio y control efectivo del poder central. A las causas internas se sumó la renovación de la guerra con los persas, nada decisiva pero especialmente extenuante, a la que siguió la invasión musulmana, que privó al Imperio de las provincias más ricas: Egipto y Siria. No obstante, en el caso bizantino, la disminución de la producción intelectual y artística respondía además a los efectos particulares de la querella iconoclasta, que no fue un simple debate teológico entre iconoclastas e iconódulos, sino un enfrentamiento interno desatado por el patriarcado de Constantinopla, apoyado por el emperador León III, que pretendía acabar con la concentración de poder e influencia política y religiosa de los poderosos monasterios y sus apoyos territoriales (puede imaginarse su importancia viendo cómo ha sobrevivido hasta la actualidad el Monte Athos, fundado más de un siglo después, en 963)
Basilio II Bulgaróctono Βασίλειος Β΄ Βουλγαροκτόνος, que quiere decir: «matador de búlgaros»; el nombre Basilio, Basileus significa rey en griego, y era el título que se daba al emperador.
La recuperación de la autoridad imperial y la mayor estabilidad de los siglos siguientes trajo consigo también un proceso de helenización, es decir, de recuperación de la identidad griega frente a la oficial entidad romana de las instituciones, cosa más posible entonces, dada la limitación y homogeneización geográfica producida por la pérdida de las provincias, y que permitía una organización territorial militarizada y más fácilmente gestionable: los temas (themata) con la adscripción a la tierra de los militares en ellos establecidos, lo que produjo formas similares al feudalismo occidental.
El periodo entre 867 y 1056, bajo la dinastía macedonia, se conoce con el nombre de Renacimiento Macedónico, en que Bizancio vuelve a ser una potencia mediterránea y se proyecta hacia los pueblos eslavos de los Balcanes y hacia el norte del Mar Negro. Basilio II Bulgaróctono que ocupó el trono en el período 976-1025 llevó al Imperio a su máxima extensión territorial desde la invasión musulmana, ocupando parte de Siria, Crimea y los Balcanes hasta el Danubio. La evangelización de Cirilo y Metodio obtendrá una esfera de influencia bizantina en Europa Oriental que cultural y religiosamente tendrá una gran proyección futura mediante la difusión del alfabeto cirílico (adaptación del alfabeto griego para la representación de los fonemas eslavos, que se sigue utilizando en la actualidad); así como la del cristianismo ortodoxo (predominante desde Serbia hasta Rusia).
Sin embargo, la segunda mitad del siglo XI presenciará un nuevo desafío islámico, esta vez protagonizado por los turcos selyúcidas y la intervención del Papado y de los europeos occidentales, mediante la intervención militar de las Cruzadas, la actividad comercial de los mercaderes italianos (genoveses, amalfitanos, pisanos y sobre todo venecianos) y las polémicas teológicas del denominado Cisma de Oriente o Gran Cisma de Oriente y Occidente, con lo que la teórica ayuda cristiana se demostró tan negativa o más para el Imperio Oriental que la amenaza musulmana. El proceso de feudalización se acentuó al verse forzados los emperadores Comneno a realizar cesiones territoriales (denominadas pronoia) a la aristocracia y a miembros su propia familia.
La expansión del Islam (desde el siglo VII)
En el siglo VII, tras las predicaciones de Mahoma y las conquistas de los primeros califas (a la vez líderes políticos y religiosos, en una religión -el Islam- que no reconoce distinciones entre laicos y clérigos), se había producido la unificación de Arabia y la conquista del Imperio persa y de buena parte del Imperio bizantino. En el siglo VIII se llegó a la Península Ibérica, la India y el Asia Central (batalla del Talas -751- victoria islámica ante China tras la que no se profundizó en ese Imperio, pero que permitió un mayor contacto con su civilización, aprovechando los conocimientos de los prisioneros). En el occidente la expansión musulmana se frenó desde la batalla de Poitiers (732) ante los francos y la mitificada batalla de Covadonga ante los asturianos (722). La presencia de los musulmanes como una civilización rival alternativa asentada en la mitad sur de la cuenca del Mediterráneo, cuyo tráfico marítimo pasan a controlar, obligó al cierre en sí misma de Europa Occidental por varios siglos, y para algunos historiadores significó el verdadero comienzo de la Edad Media.
Manuscrito árabe ilustrado del siglo XIII. La representación de figuras sólo se consiente en algunas interpretaciones del Islam, pero se prohíbe mayoritariamente. Esta prohibición incentivó otras artes, como la caligrafía. Esta ilustración representa a Sócrates (Sughrat). La recuperación y difusión de la cultura clásica grecorromana fue una de las principales aportaciones del Islam medieval a la civilización.
Desde el siglo VIII se produjo una difusión más lenta de la civilización islámica por sitios tan lejanos como Indonesia y el continente africano, y desde el siglo XIV por Anatolia y los Balcanes. Las relaciones con la India fueron también muy estrechas durante el resto de la Edad Media (aunque la imposición del imperio mogol no se produjo hasta el siglo XVI), mientras que el Océano Índico se convirtió casi en un Mare Nostrum árabe, donde se ambientaron las aventuras de Simbad el marino (uno de los cuentos de Las mil y una noches de la época de Harún al-Rashid). El tráfico comercial de las rutas marítimas y caravaneras unían el Índico con el Mediterráneo a través del Mar Rojo o el Golfo Pérsico y las caravanas del desierto. Esa llamada ruta de las especias (prefigurada por la ruta del incienso en la Edad Antigua) fue esencial para que llegaran a occidente retazos de la ciencia y la cultura de Extremo Oriente. Por el norte, la ruta de la seda cumplió la misma función atravesando los desiertos y las cordilleras del Turquestán. El ajedrez, la numeración indo-arábiga y el concepto de cero, así como algunas obras literarias (Calila e Dimna) estuvieron entre los aportes hindúes y persas. El papel, el grabado o la pólvora, entre las chinas. La función de los árabes, y de los persas, sirios, egipcios y españoles arabizados (no sólo islámicos, pues hubo muchos que mantuvieron su religión cristiana o judía -no tanto la zoroastriana-) distó mucho de ser mera transmisión, como testimonia la influencia de la reinterpretación de la filosofía clásica que llegó a través de los textos árabes a Europa Occidental a partir de las traducciones latinas desde el siglo XII, y la difusión de cultivos y técnicas agrícolas por la región mediterránea. En un momento en que estaban prácticamente ausentes de la economía europea, destacaron las prácticas comerciales y la circulación monetaria en el mundo islámico, animadas por la explotación de minas de oro tan lejanas como las del África subsahariana, junto con otro tipo de actividades, como el tráfico de esclavos.
La unidad inicial del mundo islámico, que se había cuestionado ya en el aspecto religioso con la separación de suníes y chiíes, se rompió también en lo político con la sustitución de los Omeyas por los Abbasíes al frente del califato en el 749, que además sustituyeron Damasco por Bagdad como capital. Abderramán I, el último superviviente Omeya, consiguió fundar en Córdoba un emirato independiente para Al-Ándalus (nombre árabe de la Península Ibérica), que su descendiente Abderramán III convirtió en un califato alternativo en el 929. Poco antes, en el 909 los Fatimíes habían hecho lo propio en Egipto. A partir del siglo XI se producen cambios muy importantes: el desafío a la hegemonía árabe como etnia dominante dentro del Islam a cargo de los islamizados turcos, que pasarán a controlar distintas zonas del Medio Oriente (mamelucos, otomanos), o de kurdos como Saladino; la irrupción de los cristianos latinos en tres puntos clave del Mediterráneo (reinos cristianos de la Reconquista en Al Ándalus, normandos en el sur de Italia y cruzados en Siria y Palestina); y la de los mongoles desde el centro de Asia.
Los eruditos como al-Biruni, al-Jahiz, al-Kindi, Abu Bakr Muhammad al-Razi, Ibn Sina, al-Idrisi, Ibn Bajja, Omar Khayyam, Ibn Zuhr, Ibn Tufail, Ibn Rushd, al-Suyuti, y miles de otros académicos no fueron una excepción, sino la norma general en la civilización musulmana. La civilización musulmana del periodo clásico fue destacable por el elevado número de eruditos polifacéticos que produjo. Es una muestra de la homogeneidad de la filosofía islámica sobre la ciencia, y su énfasis sobre la síntesis, las investigaciones interdisciplinares y la multiplicidad de métodos.
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